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    La vida de Jesús

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    Mensaje por The Light Miér Feb 05, 2020 2:55 am


    ¿Quién fue realmente Jesús de Nazaret? ¿Dónde nació? ¿Cómo vivió? ¿En qué contexto predicó? ¿Cuál era el trasfondo de su mensaje? Armand Puig, decano de la Facultad de Teología de Cataluña, España, responde a estos interrogantes en Jesús. Una biografia, una documentada obra sobre el fundador del cristianismo, que en la editorial Edhasa publica. Aquí, un capítulo:

    Jesús no dejó escritas sus palabras, que han sido transmitidas desde la memoria amiga de sus discípulos. Los grandes autores son conocidos por sus producciones literarias o artísticas, o por el relato que pudiera haber escrito alguno de sus discípulos ilustres: es Platón quien nos permite conocer a Sócrates, o Filóstrato el que nos explica la vida del taumaturgo Apolonio de Tiana. El caso de Jesús es parecido pero al vez distinto. Parecido porque todo cuanto sabemos de él nos ha llegado gracias a los recuerdos transmitidos por los que lo vieron y lo escucharon personalmente. Distinto porque, a dos mil años vista, la tradición oral se ha desvanecido y el único recuerdo directo que queda son los testimonios escritos, sobre todo los cuatro evangelios, el puente entre él y nosotros. Estos testimonios son nuestro camino seguro de acceso a Jesús, las fuentes en las que ha de beber quien desee conocerlo.

    Es cierto que la tradición cristiana ha querido descubrir la capa de polvo acumulada por la historia y ha vehiculado ciertos elementos que señalan caminos antiguos y venerables. De esta tradición han surgido productos tan fascinantes como las dos cartas cruzadas entre Jesús y Abgar, rey de Edesa, fechadas en el año 340 de la era seléucida (28-29 d.C.), según explica Eusebio de Cesárea (Historia eclesiástica 1,13,5-10), y que tuvieron una difusión extraordinaria, también en la literatura medieval. O bien el pañuelo con la reproducción "no hecha por manos humanas" (akheiropoie¯tos) del rostro de Jesús –el célebre Mandylion– que habría llegado a manos de Abgar y que en el año 944 fue trasladado a Constantinopla. O la tradición sobre el rostro sufriente de Jesús que habría quedado grabado en el pañuelo de una mujer –llamada Verónica–, que se habría compadecido de aquel hombre que llevaban a crucificar. O la figura corporal de un hombre que ha sido torturado y ha muerto crucificado impresa en la sábana o Síndone de Turín, una pieza de lino de unos cuatro metros que sería la tela con la que José de Arimatea habría amortajado el cuerpo de Jesús después de bajarlo de la cruz la tarde del Viernes Santo.

    En cualquier caso, las perlas de la tradición y el esfuerzo ingente de artistas y literatos sólo han conseguido unas aproximaciones a la figura de Jesús que son deudoras de la época y de los parámetros culturales y sociales en los que se crearon. Se impone el retorno a las fuentes escritas, cristianas y no cristianas, las únicas que pueden aportar elementos abundantes que nos faciliten el acceso a la persona de Jesús. La dificultad radica en el hecho de que estas fuentes se interesan sólo colateralmente por su configuración física, psíquica e incluso espiritual. En este punto, las noticias sobre Jesús derivan más bien de las sugerencias, de los implícitos, de los matices mezclados en los materiales sobre su actividad (los hechos y las palabras). El intérprete se debe fiar de su sensibilidad más que de ninguna otra cosa.

    Por este motivo, resulta imposible trazar, por ejemplo, un retrato de Jesús desde el punto de vista psicológico sin verter sobre la imagen resultante grandes cantidades de fantasía. Seguramente, una novela histórica sobre Jesús debería hacer abundantes concesiones sobre el particular, pero no es ésta la tesitura en la que se mueve este libro. Así, pues, podemos prescindir de caminos demasiado arriesgados.

    No obstante, no sería conveniente cerrar la visión amplia que hemos intentado dar de nuestro personaje sin adentrarnos, con cautela y prudencia, en algunos de los rasgos que lo caracterizan tal como se manifiestan en los textos que nos han transmitido su recuerdo. La prudencia es necesaria, porque el término enigma –que ya utilizaba D. F. Strauss a mediados del siglo XIX– continúa siendo esclarecedor cuando se habla de Jesús. Es evidente que no hay nada que nos permita entrar en el alma de Jesús: sólo sabemos lo que él mismo nos ha querido dar a conocer. En este sentido, Getsemaní resulta un testimonio excepcional. Jesús está llegando a los acontecimientos finales de su vida y, ante los tres discípulos más íntimos, se sincera: "Mi alma está triste hasta el punto de morir" (Marcos 14,34 || Mateo 26,38). En el Evangelio según Juan, el mismo sentimiento se expresa con estas palabras: "Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora!" (12,27).

    Aparte de Getsemaní, la tradición más inmediata a Jesús intentó expresar sus sentimientos en varias ocasiones. En este sentido, Marcos subraya el sentimiento de incomodidad y de tristeza que llena a Jesús cuando ve el corazón endurecido de los que no quieren entenderlo ni aceptarlo: Jesús los miró "con ira, apenado por la dureza de su corazón" (3,5). Un endurecimiento de corazón similar, acompañado por una tristeza profunda por parte de Jesús ante el destino trágico que le espera a Jerusalén, hacen que el Maestro, al ver la ciudad, se eche a llorar (Lucas 19,41). El Evangelio según Juan subraya en otras dos ocasiones contrapuestas y extremas la conmoción interior de Jesús. El evangelista ha marcado un contraste, al que no le falta verosimilitud, entre dos amistades: la amistad fiel de Lázaro y sus hermanas, y la amistad traicionada por Judas, uno de los Doce. En el episodio de la resurrección de Lázaro, Jesús se solidariza con el llanto de los amigos de su amigo, que ha muerto (Juan 11,33.35). En la Ultima Cena, la turbación es el sentimiento que domina a Jesús cuando afirma: "En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará" (Juan 13,21).

    No obstante, la mayoría de las veces los sentimientos de Jesús se proyectan hacia afuera. Una de las imágenes más emblemáticas del Evangelio es la que expresa la compasión de Jesús en relación con la multitud, necesitada de alimento, que ha ido a escucharlo. En los evangelios de Marcos (6,30-44; 8,1-9) y de Mateo (14,13-21; 15,32-39) esta compasión viene a ser el detonante próximo de un signo profético de amplio alcance: la multiplicación de los panes para alimentar a cinco mil hombres. En Lucas (9,10-17) se habla de acogida y de curaciones de enfermos como paso previo, y en Juan (6,1-15) la escena empieza con la preocupación compasiva del Maestro ("¿Dónde nos procuraremos panes para que coman éstos?"). La frase viene a ser un eco de las palabras que Jesús dirige a los Doce en Marcos 8,2 (|| Mateo 15,32): "Siento compasión de esta gente, porque hace ya tres días que permanecen conmigo y no tienen qué comer". Las necesidades de la gente mueven a Jesús de manera perentoria. De manera explícita o implícita, sus curaciones obedecen a un sentimiento invencible de proximidad activa para con los que sufren una enfermedad: Jesús cura desde la compasión, que se convierte así en una forma de resistencia al mal que doblega a la persona.

    Precisamente, las curaciones son un ejemplo de la determinación con la que Jesús lleva a cabo las decisiones y las opciones de vida. Así lo ha entendido el Evangelio según Lucas cuando ha querido explicar la decisión transcendental que toma Jesús de subir a Jerusalén por última vez con una frase de sabor claramente semita: "[Jesús] se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén" (9,51). En última instancia, las decisiones que toma Jesús son resoluciones derivadas de su voluntad, independientemente de las circunstancias. Jesús conoce las consecuencias de sus actos, pero no hace que sus opciones dependan de coyuntura alguna. Así, pues, es prudente y arriesgado, tierno y exigente, paciente y celoso: no es un hombre unidireccional, ni una persona que esté pendiente de lo que se podría considerar "políticamente correcto". Su libertad interior desconcierta a amigos y adversarios. Nada se antepone a lo que él considera su misión, o, para decirlo con más exactitud, a lo que él interpreta como voluntad de Dios.

    No faltan sentencias proverbiales que manifiestan una cierta "unión de contrarios" y que se arraigan en la manera de ser y de actuar del rabino de Nazaret: "Sed, pues, prudentes como las serpientes, y sencillos como las palomas" (Mateo 10,16). El Reino requiere ambas cosas: ser astuto no significa ser malo, como ser inocente no equivale a ser un bobalicón. En este sentido, la vida de Jesús contendrá elevadas dosis de prudencia ante la amenaza de Antipas de que podría impedir que su camino de profeta culminara en Jerusalén, pero al mismo tiempo no dudará en arriesgarse a ser mal entendido y sólo callará cuando lo interroguen y lo procesen.

    Jesús se muestra amigo de los débiles, pero hay un vigor innegable en su proyecto. Defiende a los pobres y a los pequeños, salvaguarda el derecho de los niños a ser sus amigos, acoge sin reservas a los pecadores, pero al mismo tiempo es exigente con los que quieren seguirlo; no les esconde las disyuntivas de su mensaje, como la que se establece entre Dios y el dinero como razón última de la vida. En su comportamiento hay una mezcla de serenidad paciente y de intensidad en la defensa de la causa de Dios, que es su propia causa. Jesús no duda en desequilibrar el orden del sistema de mercadeo que impera en el templo, volcando las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores para mostrar, con un gesto profético, el desorden existente en un templo que pone al mismo nivel la oración y el mercado. Al mismo tiempo, se muestra paciente con sus discípulos, que hasta el último momento aspiran a ser los ministros de un reino concebido a la guisa de este mundo.

    Una figura fascinante

    Estos contrastes hacen de la persona de Jesús una figura especialmente fascinante. No obstante, el conjunto recibe la armonía del alto sentido de la realidad que él posee. El sueño del Reino que Jesús trae a la vida de la gente pasa por el mundo vivido por cada uno. Su imaginario habitual no es el de las visiones supraterrenales ni el de los dramas cósmicos propios de las concepciones apocalípticas de su época. Jesús habla desde lo concreto y con imágenes precisas y concretas, cotidianas, casi evidentes, fruto de la observación.

    Cuando crea y explica parábolas –relatos ficticios, pero totalmente verosímiles– y toma, para construirlas, fragmentos de la realidad de su tiempo, es fácil sentirse en casa. Cuando habla de los fenómenos atmosféricos, o del proceso de crecimiento de los sembrados o de la belleza de las flores silvestres, los que lo escuchan no se sienten extraños. Cuando narra con agudeza la astucia de un administrador que hace trampa para lograr que le paguen los favores después de ser despedido o la insolencia de un juez que no quiere atender las reclamaciones de una pobre viuda, no se sitúa fuera de este mundo. Cuando contrapone a un fariseo con a un publicano, los dos extremos de religiosidad (la máxima y la mínima), o bien cuando compara el comportamiento de un sacerdote y un levita, servidores del templo legítimo de Jerusalén, con el de un samaritano, un renegado que adora a Dios en el templo cismático de Garizín, no hace más que explicar las cosas tal como son.

    En resumidas cuentas, Jesús tiene los pies en esta tierra y no pide a los que lo siguen que los quiten de ella. La crítica que recibe es precisamente de ser demasiado "terrenal". La respuesta, muy aguda, no se hace esperar: "Porque vino Juan, que ni comía [pan] ni bebía [vino], y dicen: «Demonio tiene». Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: «Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores»" (Mateo 11,18-19 || Lucas 7,33-34).

    Así, pues, Jesús es un hombre profundamente vital, un hombre que valora la vida en todas sus dimensiones, alguien que se acerca a las personas y a las cosas con cariño y humanidad, con simpatía e incluso con humor. Entre las palabras de Jesús hay no pocos rastros de esta cualidad humana fundamental. Es evidente que mirar las cosas con humor y simpatía no equivale a tomarse la vida a risa ni significa reírse de los demás. Al contrario, el humor es reconocer con finura lo que son las cosas y lo que no pueden dejar de ser. Si Jesús introduce destellos de humor en sus palabras, es porque da realidad —y seriedad— a su mensaje sobre el Reino de Dios.

    Así, por ejemplo, cuentan los evangelios que una de las preocupaciones de los discípulos de Jesús era la de saber quién era entre ellos el más importante, el discípulo más cabal, el modélico. Jesús insiste en que la medida de la santidad personal es el servicio, no las cualidades o los méritos propios; por eso, el discípulo que quiera ser el primero debe ser el último de todos. Y para que lo entiendan totalmente, toma de repente a un "último", a un niño, un ser pequeño y necesitado, una persona que se está formando, no a un adulto hecho y derecho. Jesús quiere evitar decirles quién es, entre ellos, el más virtuoso o el más apto, y les propone que se fijen en este niño. Es evidente que, a propósito de un niño, nadie hablará de grandeza, de virtudes o de competencia. Todos verán en él a un ser débil y dependiente que necesita ser acogido, y que debe ser acogido como si fuera el propio Jesús (véase Marcos 9,33-37 || Mateo 18,1-5 || Lucas 9,46-48).

    Un segundo ejemplo. La preocupación por el comer y por el vestir no es exclusiva de ninguna época o cultura. Satisfacer las necesidades básicas es un afán legítimo que nadie –ni siquiera Jesús– pone en duda. No obstante, ¿se puede deducir de ello que los objetivos de la vida son la comida, la bebida y el vestido; en otras palabras, la gastronomía y la moda? ¿Acaso no es la vida como tal lo más valioso? A menudo se afirma, con un notable énfasis, que quien no trabaja y no produce no tiene derecho a comer. Pero Jesús replica que los hay que viven y comen sin producir: son los pájaros del cielo. Y otros, como los lirios del campo, sin hacer gasto alguno llevan un vestido espléndido y magnífico que, de hecho, sólo les dura hasta el día en que los echan al fuego. Por tanto, ¿qué justifica vivir con ansia? ¿Por qué el afán por la comida y el vestido? ¿Acaso no se ocupa Dios mismo de los pájaros y de los lirios? La clave sólo es una: tener confianza en él. Quien la tiene, vive sin ansia ninguna (véase Mateo 6,25-34 || Lucas 12,22-31).

    Jesús es un rabino judío que tiene la delicadeza de espíritu necesaria para acercarse a la realidad y situarse a la distancia justa de ella. Jesús no se evade ni elude la realidad que lo rodea. Sus palabras brotan a menudo de la observación de las personas y las cosas, que él elabora y contrasta con un discurso lleno de color, repleto de imágenes hiperbólicas, de paradojas y de toques de humor penetrante. No obstante, Jesús no se distancia de la realidad ni la mira histriónicamente, con superioridad o arrogancia. Habla no sólo sobre las situaciones de la vida, sino desde las situaciones de la vida. Humor y realismo se amalgaman. Jesús es el sabio perspicaz que con imaginación pone, uno al lado del otro, un camello y el agujero de una aguja; es decir, el animal más grande del bestiario palestino y el agujero más pequeño con el que debe batallar una ama de casa. De hecho, si resulta más bien difícil creer que se pueda hacer pasar a un animal de las dimensiones de un camello por una abertura tan minúscula, aún resulta más difícil combinar la posesión de riquezas y la entrada en el Reino de Dios. El corazón de la persona no puede estar dividido entre dos afanes (véase Marcos 10,25 || Mateo 19,24 || Lucas 18,25).

    No hay duda de que el corazón de Jesús no está dividido ni fragmentado. Tal como subraya A. Men, Jesús sufre en su propia carne los sufrimientos de los demás, se muestra extraordinariamente solidario con ellos, pero no se advierten en él desequilibrios o contradicciones. Ciertamente, pasa por dos pruebas espirituales complejas: la primera, en el desierto, al inicio de su actividad, y la segunda, en Getsemaní, al final de su vida. En estas dos luchas estaba en juego mantenerse o apartarse de lo que él quería hacer y de lo que Dios quería que hiciera: llevar a cabo su misión y llegar hasta la cruz (véase 4.5.2.2). Sin embargo, estas pruebas no provocan en él el trastorno y la insatisfacción, el remordimiento y la victoria del instinto. Hay una serenidad en su actuación que arraiga en la fuerza espiritual, no en una ausencia o un enfriamiento de sentimientos y deseos. Estos sentimientos y deseos continúan existiendo, pero quedan sometidos a una doble preocupación, que viene a ser el motor de su vida: la vinculación con Dios y la solicitud por los hombres y mujeres que lo rodean. Se puede decir que el doble mandamiento del amor, a Dios y a los demás, que Jesús propone como piedra fundamental de su mensaje, es al mismo tiempo la base de su existencia. Jesús comunica lo que vive.

    Así pues, Jesús no es ningún místico que conozca momentos de gran exaltación y momentos de abandono y pérdida, días de luz resplandeciente y noches de oscuridad impenetrable. Hay una fuerza espiritual constante y sin fisuras que se proyecta hacia su relación con Dios y que se expande en una compasión sostenida por los demás. No parece que sufra dicotomías o tensiones en este punto. En él, oración y curaciones se intercalan. Dios, para Jesús, no es sólo el creador y el liberador de Israel. Los que lo rodean no son tan sólo los miembros de su pueblo o, en última instancia, el complemento humano necesario para vivir y convivir. El Dios del que habla Jesús recibe un nombre familiar: Padre. Un nombre universal, apto para ser invocado por cualquier persona, independientemente de su origen y procedencia. Las personas a las que Jesús se dirige reciben un trato familiar y directo, independientemente de dónde vengan o de cómo vivan. Un trato que los libra del estigma o la herida, antiguos o nuevos, de su corazón.

    En resumen (...) lo que sustenta la persona de Jesús es su confianza absoluta en Dios, amado como el Padre y como Padre de toda la humanidad.

    Fuente articulo de: LA NACION |

      Fecha y hora actual: Jue Mayo 09, 2024 12:05 pm